Al observar los registros históricos, pareciera ser que en el arte, en la religión, en la política y en la ciencia, existen personajes que dan a luz grandes novedades, por lo general incomprendidas por las sociedades del momento, pero que impulsan el desarrollo de las culturas. En el siglo XVII, el físico, matemático, teólogo y alquimista Isaac Newton, logró que ideas de tiempos anteriores a él, encontraran un punto en común y un lenguaje comprensible, no sólo para los científicos contemporáneos, si no que sentó las bases de las ciencias modernas.
Uno de sus grandes aportes fue explicar el movimiento de los cuerpos en el universo y las interacciones entre ellos; cuestiones que, estudiadas en la antigüedad, habían sido cubiertas por las sombras del olvido durante casi 15 siglos.
Isaac Newton, en su búsqueda de comprender la naturaleza y poder explicarla, logró integrar dos grandes descubrimientos de científicos predecesores. La revolución en la forma de ver el mundo fue alcanzada al unificar, por un lado, los estudios sobre la caída de los cuerpos en la tierra que había desarrollado Galileo Galilei y por el otro lado, la ley de los movimientos planetarios y sus órbitas elípticas que habría descubierto Kepler.


A la izquierda un esquema de los ensayos de Galielo Galilei en la torre de Pisa. A la derecha, una representación de Kepler y sus estudios orbitales.
De la unificación y síntesis de ambos enfoques, aparentemente, tan distintos como lejanos, surge la “Ley de Gravitación Universal”. El movimiento de los cuerpos en el planeta Tierra, ahora podía verse respondiendo a las mismas causas que los planetas al girar alrededor del Sol. El microcosmos y el macrocosmos, de los que hablaran antiguos filósofos, habían encontrado un modo científico de ser descritos y comprendidos como un único organismo universal: un sistema complejo ensamblado fractalmente, bajo el gobierno de las mismas leyes demostrables en términos matemáticos, en el lenguaje universal.
“Preciso es encontrar lo infinitamente grande, en lo infinitamente pequeño”
Pitágoras
La filosofía, desde sus orígenes, se encargó de descubrir las leyes que regían en cada ser humano para entender a la naturaleza, así como buscaban interpretar los fenómenos del mundo para conocerse a uno mismo. Este matemático inglés logró establecer en tres leyes básicas lo que serían los cimientos de las ciencias naturales hasta la aparición de la teoría de la relatividad, impulsada por Albert Einstein, 200 años después.
En la primera ley, conocida como “Ley de Inercia”, describe que todos los cuerpos naturalmente tienden a mantener el estado en el que se encuentran. Así, un cuerpo que está quieto, permanecerá inerte y un cuerpo moviéndose uniformemente sin cambiar su velocidad, tenderá a seguir así. Estos dos movimientos tienen la particularidad de ser “autómatas”, una roca, no se moverá de su lugar salvo que alguien la desplace; un automóvil no irá a ningún lado si no hay un conductor que guíe su andar, acelere, mantenga la velocidad y frene cuando corresponda.
Los cuerpos permanecerán así hasta que, como los ejemplos mencionados, una fuerza externa los movilice, los haga ganar o perder velocidad. Para vencer la inercia, es necesaria una fuerza externa.
Muchos fueron los pensadores que mencionaron que el ser humano, al estar constituido por un cuerpo material e inerte, requería de un ánima que lo animara y un espíritu que dirigiera sus acciones.
Aristóteles reflexionando sobre la felicidad humana, entendía que ésta se alcanzaba mediante el desarrollo de la virtud, una actitud, una forma de vida, en la que se buscaba el término medio entre dos extremos, el justo medio entre los excesos y los defectos. Para superar estas dos puntas de un mismo lazo, que desvían al ser humano de una vida virtuosa, feliz y acorde a su naturaleza, era necesario despertar en uno una fuerza que no provenía del mismo cuerpo, la VOLUNTAD.
Kant, explicaba que era la buena voluntad aquello que llevaba a mujeres y hombres a ser verdaderos humanos, a cumplir con su deber libremente y esto los convertía en personas libres; libres de automatismos.
Los egipcios entendían que diariamente se vivía una lucha entre Maat, diosa del orden, la verdad y la justicia y su hermana Isfet, quien representaba su opuesto complementario. Para ellos, todo lo que existe sigue un curso natural hacia el caos y desorden (actualmente la ciencia lo explica con la segunda ley de la termodinámica) y finalmente a la extinción; para trascender el tiempo y conquistar lo eterno, era necesario poner la voluntad de cada uno y contribuir a la victoria de Maat en el interior de cada ser humano, en la sociedad y en el universo.
La segunda ley profundiza sobre esta fuerza externa destinada a vencer la inercia, mencionando que su aplicación encontrará siempre resistencia. Una fuerza ejercerá una aceleración a un objeto, a la cual se opondrá su masa, la medida de su inercia. Este concepto también se puede extender a todo tipo de fuerzas (gravitacionales, electromagnéticas, etc.) y de su naturaleza dependerá la oposición.
Filosóficamente, la intensidad con que la voluntad dirigiera a cada ser humano y éste pudiera dar vida a ideas superiores –en términos platónicos- de humanidad, de unión, de investigación y de desarrollo, dependerá de la resistencia con que se encuentre, de la inercia personal, no sólo presente en la cantidad de materia, sino también en los vicios, en el egoísmo, en la pereza, en los defectos en general.
No es casual que las clásicas escuelas de filosofía, buscaran fortalecer el carácter para dominar los automatismos y que lo trascendental del ser humano gobernara para así forjar una personalidad donde pudieran vivir los valores atemporales.
Toda fuerza ejerce un efecto, ante cada acción existe una reacción igual en intensidad y dirección, pero opuesta en sentido, permitiendo el equilibrio en el universo. De aquí surge la tercera ley de Newton, que nos recuerda el antiguo y eterno concepto de India, la ley de causa y efecto, el Karma.
Cada causa tiene un efecto que luego será una nueva causa y así evoluciona la existencia, atrayéndose hacia la causa primera, de la que Newton no hubiera intentado entrar en explicaciones; hacia una voluntad que gobierne y libere a la personalidad, como nos mostró Siddhartha Gautama, el Buda.
Podría uno preguntarse, ¿para qué me sirve todo esto? Quizás para comprender, como los antiguos pensadores, que el rol del ser humano reside en encontrar su lugar en el mundo, despertar su vocación y dar frutos que sean útiles para toda la humanidad. Lograr esto es un proceso gradual, cíclico y en espiral. Uno se va acercando a medida que la buena voluntad sea más fuerte que los deseos egoístas y los miedos paralizantes.
Esto nos es útil en la medida que conozcamos nuestra inercia personal, aquello que nos frena, y que nuestros pensamientos, sentimientos y los efectos de nuestras acciones y reacciones estén orientados a lograr que cada día triunfe Maat sobre su hermana.
El mundo será mejor en la medida que los efectos de nuestras fuerzas, contribuyan a recuperar el orden, la verdad, la justicia y el equilibrio olvidado, en el interior de cada uno, en la sociedad y en la naturaleza.
Franco P. Soffietti
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