La palabra “persona” proviene del latín y se escribía de la misma manera.
El término, de origen griego, era utilizado para mencionar el elemento con que los actores cubrían sus caras en las obras teatrales. Pero las máscaras existieron en numerosas culturas alrededor del planeta. Existían máscaras para las tragedias, para las comedias, para los carnavales, para danzas sagradas, ceremonias, ritos y también máscaras funerarias.
Las máscaras tenían un significado muy profundo ya que, al colocárselas, el actor dejaba de ser él mismo, para ser el vehículo mediante el cual las fuerzas de la naturaleza o las deidades que representaban, se manifestaran; una especie de apropiación mágica con el símbolo que se ponía en escena (podemos recordar a Jim Carrey en la película llamada “La máscara” y el misterio que revestía la historia). Esta era una forma simbólica de unificarse con lo divino.
Desde una perspectiva filosófica, la “persona” tomaba otros sentidos. Así como el actor se vestía con una máscara para encarnar un símbolo, así en una faceta ética, cada uno de nosotros representa una situación semejante: la personalidad sería la máscara que reviste al espíritu.
Es interesante destacar que, para gran número de culturas y civilizaciones de las que hoy tenemos registro, el ser humano tendría un constituyente mortal, la personalidad y un elemento eterno, inmortal, imperecedero, conocido normalmente como espíritu. La personalidad sería entonces, la cobertura natural con que el espíritu se manifiesta en el mundo concreto; la proyección o reflejo con que nuestra parte eterna se mueve en lo largo de las vidas.
¿Será que, como en un gran teatro, el espíritu va tomando numerosos y diferentes papeles en esta obra que es la vida? ¿Somos buenos actores? ¿Representamos fielmente a nuestro ser?
Equipo de RevistAcrópolis