El estoicismo surge en tiempos donde la filosofía se volcaba al estudio y reflexión sobre lo sensible, atendiendo sólo a los fenómenos posibles de ser captados a través de los sentidos físicos, a la vez que perdía el contacto con el mundo de las ideas -con lo sagrado en general-.
Ante la ausencia de respuestas en la ciencia para alcanzar una vida armónica, durante crisis religiosas y políticas, se consolida este movimiento como una escuela de filosofía moral donde se buscaba la práctica de una vida ética centrada en los valores humanos atemporales. Es decir, aquellos valores que subsisten más allá de las épocas y de las culturas y que son tan anhelados en la actualidad.
Por lo pragmático de su enfoque y la búsqueda de coherencia individual para armonizarse con la sociedad, tomando a la naturaleza como maestra y ejemplo, el estoicismo logró adaptarse y atravesar el tiempo desde el helenismo en Grecia por el 300 a.C., pasando por el Imperio romano y manteniéndose vivo a lo largo de la Edad Media. Aún más, siguió despierto en el Renacimiento e incluso en la actualidad surgen movimientos estoicos alrededor del mundo.
Desde su origen, los estoicos mantuvieron una posición ecléctica ante la vida. Ya su fundador, Zenón, se había formado en diversas escuelas existentes antes de transmitir en las estoas, galerías o pórticos donde se reunían (de ahí que se los llama estoicos). Estudió con los cínicos, luego con los académicos y también tomó contacto con las teorías del presocrático Heráclito.

La filosofía natural de todo tiempo encontraba la raíz y el origen de la existencia en un plano metafísico. Por lo que para entender el comportamiento fundamentalmente práctico de los estoicos es necesario también conocer cuál era su cosmovisión de la vida.
El universo para los primeros estoicos era una materia viva, infinita y unitaria. Todos los seres surgían de un primer principio, de una esencia única, que estaba presente en todo lo manifestado. Todas las cosas eran inmanentes a Dios, al que denominaban “el Alma del Mundo”.
Todo lo existente, que está dividido y sujeto a las transformaciones, al llegar a un máximo punto de división emprendía un camino de regreso hasta el punto de partida. La evolución para los estoicos era el eterno, cíclico y rítmico camino de regreso al primer principio. En cada ciclo el universo manifestado se iba purificando, acercándose a su origen.
Dos fuerzas o leyes impulsaban al universo en su curso evolutivo: la finalidad y la necesidad. La finalidad del universo se encontraba en que lo manifestado retornara en un continuo tránsito a la causa primera, que no era un lugar físico concreto, sino un origen esencial. Por este motivo, todo lo que acontece lo hace porque es necesario que ocurra.
En el ser humano la finalidad residía en el destino de cada uno o, según Kant, en el deber de cada uno. Esta ley regía sobre lo que cada uno debía hacer; era necesario que cada uno conociera y respondiera a este destino para armonizarse con la naturaleza.
El principal ejemplo de armonía podía encontrarse en la naturaleza y es justamente en la naturaleza donde los estoicos buscaban reglas prácticas de vida. Si el ser humano surgía de la naturaleza, los ciclos y el modo en que ésta trascendía el tiempo podían encontrarse en cada ser humano también. El vicio surgía de la incoherencia para con las leyes naturales.
En la medida que mujeres y hombres conocieran cuáles eran sus pasiones, deseos y todas las fuerzas que los demoraban en su camino evolutivo podrían darles batalla, vencerlos y alcanzar así la ataraxia, una paz que se alcanza con el ejercicio de la virtud y la armonía interior. Contemplar los sucesos de la vida y elegir libremente, aceptando el destino con humildad, era la fuente de la felicidad, una felicidad que estaba más allá de dolores y placeres, de enojos y alegrías, del triunfo y del fracaso.
Cuando la persona lograba equilibrar ambas leyes, poniéndose voluntariamente al servicio de aquello necesario para cumplir con su finalidad, se alcanzaba la libertad. El ser humano se volvía libre al elegir conscientemente obedecer a esta ley necesaria. El mal surgía cuando las personas desconocían estos principios, desconocían qué debían hacer, por qué hacerlo y para qué hacerlo; el mal brotaba de la ignorancia.

Según Epícteto, estoico que fue esclavo del secretario de Nerón, las cosas son de dos clases: las que dependen de nosotros y las que no. Entre las cosas que no dependen de nosotros encontramos nuestro cuerpo, los honores, la opinión de los demás, la pobreza y la riqueza. Nuestras decisiones, por el contrario, dependen completamente de nosotros. Era responsabilidad de cada uno de nosotros actuar con justicia, honor, fidelidad y dignidad. Todo aquello que de nosotros no depende, al estoico le era indiferente y lo aceptaba como necesario.
Los estoicos entendían que el ser humano es el único en la naturaleza capaz de desarrollar sociedades que van hacia alguna parte, con dirección y sentido definido, respondiendo a la finalidad universal. Cada individuo en un estado se necesita mutuamente, por lo que la conducta moral era fundamental para alcanzar esta evolución compartida. Para el estoico el bien común estaba por encima del bienestar personal; sobre todo si este era resultado de satisfacer instintos animales, pasiones y deseos.
Las circunstancias en las que uno se hallaba -que no dependían de uno-, eran necesarias y el estoico no buscaba influir en estas ni modificarlas; el deber estaba en decidir apropiadamente qué hacer con ellas. Para lograrlo había que aceptar humildemente la posición en que uno aparecía en la vida y hacerse consiente de ella.
De esta manera, uno se conocía a sí mismo, podía descifrar con qué habilidades contaba, qué virtudes estaban a su alcance desarrollar y esto delimitaba la esfera de lo que de él dependía y a dónde debía poner el foco de atención y acción. Uno podía descubrir su propia naturaleza al atender aquellas cosas que de él dependían.
La voluntad, entendida como una fuerza necesaria para practicar la virtud y alcanzar la armonía, lo era todo en el ser humano; para fortificarla era necesario el contacto con la esencia de uno, el contacto con lo sagrado. La verdadera virtud consistía en soportar y abstenerse.
Ya en los tiempos de los estoicos a gente se quejaba de que el tiempo de vida no les era suficiente y que, en el momento en que estaban por empezar a vivir, la muerte los alcanzaba, por lo que la vida les resultaba breve. Séneca en sus escritos Sobre la brevedad de la vida nos va a decir que no es que la vida sea corta, si no que gastamos nuestro tiempo en aquello que no nos es necesario. Al disponer nuestras energías y nuestra personalidad en atender aquello que no depende de nosotros, el tiempo pasa, emblanquece nuestro pelo y se arruga nuestra piel, mas no nos vuelve más humanos ni más sabios. Uno verdaderamente vive y aprovecha el tiempo en la medida en que atiende aquellas cosas que sí dependen de uno.

Ser agradecidos y reconocer lo aprendido de todas las personas con las que hemos tenido contacto; pensar de manera pura, despreciando los honores, el renombre y las acciones egoístas; ser enemigos de rebuscamientos y procurar que nuestro espíritu nos oriente en la templanza, dejando que triunfe sobre las pasiones, eran algunos consejos que escribía en su tienda de campaña en épocas de guerra el filósofo y emperador Marco Aurelio.

Hoy, así como en las últimas etapas del imperio romano donde maduró el estoicismo, tiempos en que los valores atemporales escaseaban y día a día tendían a desaparecer, la tristeza y el vacío en el corazón de los seres humanos quizás nuevamente encuentre respuestas concretas en la práctica de la virtud.
Hoy, al igual que ayer, vuelve a ser necesario y urgente buscar la felicidad en ser verdaderamente humanos, buscar ser cada vez mejores, retomar la conciencia de actuar con alegría y firmeza más allá de los resultados, buscar ser tan firmes en nuestro deber como las columnas que soportaban las “estoas” bajo las cuales estos filósofos pudieron enseñar pautas para una vida digna y justa.
Franco P. Soffietti
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