Si tuviéramos que pensar en un evento masivo que se festeje de las más diversas maneras, según la imaginación de cada sociedad, logrando ser totalmente plástico y maleable a lo largo del tiempo, seguramente pensaríamos en el carnaval. Una fiesta donde el cuerpo físico, algo que es común a todos pero que al mismo tiempo nos diferencia inequívocamente del otro, toma principal protagonismo.

Si bien no se conoce con precisión el origen de estas celebraciones, se sabe que en Sumeria y en el Antiguo Egipto, hace más de 5.000 años, se celebraban grandes fiestas con características similares en honor al Toro Apis, en las que los campesinos rogaban por la fertilidad de la tierra y buenas cosechas para la temporada entrante. Estas antiguas tradiciones, gracias al intercambio comercial y cultural, viajaron hacia Europa, desembocando en Grecia y posteriormente en Roma.
En este camino, Dionisio parece ser el dios perfecto para llevar el estandarte en estas fiestas. Conocido como «el otro» por su cualidad de liberar a las personas de los límites de su individualidad, mediante el éxtasis, el entusiasmo y el vino, para conectarlas con un Todo ilimitado. Seguramente este dios extranjero habrá inspirado a muchos ciudadanos de las polis griegas de aquella época durante esas majestuosas celebraciones donde las ciudades rebalsaban de banquetes, bailes, ofrendas a los dioses y todo tipo de juegos.
Siglos más tarde, con el auge del Imperio Romano, el encargado del éxtasis de este contacto profundo con lo que se oculta detrás de cada personalidad, se pasó a Baco, dios de características muy similares a Dionisio. Este dios adquirió un rol principal en las famosas Saturnales, fiestas en honor al Dios Saturno donde, al igual que en Sumeria, se pedían por buenas cosechas y al mismo tiempo se celebraban los triunfos obtenidos por el gran imperio.


Celebración griega a Dioniso (Izq.). Estatua del Dios Baco romano (Der.).
Llegando a la Edad Media, cuando el Vaticano pasó a ser el centro del mundo, estas fiestas masivas se mantuvieron, aunque se les dio otro enfoque. Se convirtieron en la antesala de la tradición de ayunar por 40 días, justificando así el «desenfreno pagano» como una forma de despedir los placeres más terrenales, de manera de que cada uno pudiera desembarcar en semana santa de una forma más pura.
Vemos que a lo largo de la historia estas fiestas fueron mutando tanto en la forma de festejarlas, como en lo que significaban para el pueblo, pero ¿siempre se apreció el descontrol, el placer y el alcohol como forma de escape a las situaciones particulares de cada una de estas sociedades? ¿O eran los carnavales más bien ceremonias en las que las máscaras de las personalidades se quitaban para dar lugar a la pura esencia humana, más allá de las diferencias separadoras, surgiendo así una fuerza de unión entre todas las personas de la ciudad? Como si ese momento de «oscuridad», en el que pareciera dejar de importar la sabiduría, la razón y la política, fuera necesario cada tanto, incluso llegando a formar parte importante de las tradiciones de estas prósperas civilizaciones.
En la actualidad somos testigos de una recopilación de tradiciones que se fueron mezclando y modificando para replicarse en nuestras polis modernas, dando lugar a algo completamente diferente. Mientras tanto, el juego de las máscaras sigue vigente: personas que se convierten en otra en una danza desenfrenada que desestabiliza la cordura. ¿Será que las antiguas tradiciones supieron integrar el “caos” en su “orden” para mantener y regenerar la dinámica de su movimiento? El sol cada día rompe las tinieblas de la oscuridad de la noche y con sus rayos devuelve la claridad perdida por el “caos” de la noche. Apolo en cada amanecer toma la posta de las manos de Dionisio y Dionisio tras cada atardecer extiende el velo de la noche. ¿Sería natural que existiera uno sin el otro? La armonía no se aprecia sino como equilibrio entre lo conocido y lo desconocido, lo uno y lo otro.



Carnaval de Venezia (Izq.), carnaval en Brasil (Sup.) y carnaval en Tilcara, Argentina (Inf.)
En estas celebraciones, hasta el día de hoy, se siguen mezclando personas muy distintas, de diferentes clases sociales, profesiones y ambiciones y, por un par de horas, dejan de ser ellas mismas para compartir con los demás un momento en el que parece estar todo permitido y donde las distintas personalidades se funden, pasando a ser una gran masa que se convierte en la estrella de la jornada.

Los viejos rituales de las danzas báquicas suenan de nuevo en cada Carnaval para recordarnos que la vida es UNA atrás de las máscaras que juegan con las apariencias. Esta VIDA UNA se mueve con ritmos de un dinamismo que integra las aparentes dualidades: día y noche, bien y mal, energía y materia, en fin: vida y muerte.
Bruno Sardi