Leyendas y relatos del noroeste argentino: La Leyenda del Algarrobo

Representación de Viracocha.

En tiempo de los Incas, los quechuas adoraban con las principales honras a Viracocha, Señor Supremo del reino, como así también adoraban a Inti, a las estrellas, al trueno y a la tierra. A esta última la conocían con el nombre de Pachamama, (Madre Tierra); y a ella acudían para pedir abundantes cosechas, una caza numerosa, protección para las enfermedades, para el granizo, para el viento helado, la niebla y para todo lo que podía ser causa de algún evento desafortunado. En su honor, se levantaban altares a lo largo de los caminos que recorrían.

Apacheta en el norte argentino.

Las apachetas[i], se conformaban de una cantidad de piedras apiladas unas encima de otras formando un montículo, en ellos, se detenía el indio a orar y a pedir la compañía y guía de la Pachamama, cuando pasaba por el camino al alejarse del lugar por tiempo indeterminado o simplemente cuando se dirigía al valle llevando sus animales a pastar.

Para ponerse bajo la protección de la Pachamama, depositaba en la apacheta, coca, o cualquier alimento que tuviera en gran estima, seguro de conseguir el pedido hecho a la divinidad.

Respetuoso de la tradición y de las costumbres, el pueblo quechua jamás había olvidado sus obligaciones hacia los dioses que regían sus vidas.

Pero llegó un tiempo de gran abundancia en que los campos sembrados de maíz eran vergeles maravillosos que daban copiosa cosecha, la tierra derrochaba con exuberancia y el espíritu del ocio, se fue apoderando del pueblo, que antes era laborioso, haciéndolo olvidar sus obligaciones para dedicarse a la holgazanería y a los vicios. El alimento se desperdiciaba en grandes cantidades, costaba mucho conseguir espigas de maíz, que elaboraban la chicha con lo que podían llenar sus vasijas. Esta fue una época sin precedentes, en la que los vicios dominaban la voluntad de los hombres y las mujeres de la tribu, quienes se entregaban a los placeres a través de la bebida, de la comida en exceso sin dedicar tiempo al descanso y la oración. Al estar tan inmersos y enceguecidos por estos placeres, nadie pensó que la fuente de sus vicios algún día se agotaría. El desenfreno continuaba y no había nada que llevara al pueblo a la reflexión.

Esto siguió hasta la época en que era necesaria la siembra para cosechar sus alimentos, pero nadie en el pueblo tenía la intención de hacerlo. El dios Inti, al ver que el pueblo respondía con desagradecimiento los favores que la Pachamama les había concedido, decidió castigarlos y enseñarles una lección. Fue así, que el calor de sus rayos, que envió a la tierra como dardos de fuego, secó los ríos, las lagunas, los lagos y vertientes y, como consecuencia, la tierra se endureció, las plantas perdieron sus hojas verdes y sus flores, los tallos se doblaron y los troncos y las ramas de los árboles, resecos y polvorientos, parecían brazos retorcidos y sin vida.

Cántaro de chicha.

En los graneros aún quedaban alimentos, y en los cántaros, chicha. ¿Qué importancia tenía, entonces, para esas gentes, que las plantas se secaran y que el río hubiera dejado de correr, y seco y sin vida, mostrara las paredes pedregosas de su lecho?

Mientras durara la chicha no podría desaparecer la felicidad ni la alegría.

No obstante, un día la gente del pueblo con asombro, comprobó, que los graneros no eran inagotables y que, para servirse de sus granos y de sus frutos, era necesario depositarlos primero. El alimento comenzó a escasear, y con ello aparecieron las penurias, la miseria y el hambre. Este hecho, llevó a la gente del pueblo a reflexionar, y decidieron volver a trabajar y a sembrar la tierra como hacían tiempo atrás.

Sin embargo, el castigo del dios Inti aún no había terminado y la tierra, cada vez estaba más seca y dura, no se dejaba clavar los útiles con que pretendían labrarla, haciendo imposible poner la semilla. La miseria y la desolación fueron soberanas de ese pueblo que, en un instante, olvidó las leyes de sus dioses y sus obligaciones con la vida. Los animales, se encontraban flacos, sin fuerzas, y morían en cantidad, todo parecía una mentira al ver que sus campos antes fértiles, en esos momentos se parecieran al más desolado de los páramos. Los niños, pobres víctimas inocentes de los pecados y de la disipación de los mayores, débiles, flacos, con los rostros macilentos, los ojos grandes y desorbitados, verdaderos exponentes de miseria y de dolor, sólo abrían sus bocas resecas para pedir algo que comer. Los más débiles morían sin que nadie pudiera hacer algo por ellos.

Llipta y hojas de coca.

El sol caía a plomo. De una de las casas de piedra que se hallaban en los alrededores de la población, una mujer salió, corriendo desesperada. Era Urpila quien, enloquecida porque sus hijos morían de hambre y de sed, arrepentida de las faltas cometidas en los últimos tiempos, demostrando a todos su vergüenza, su pecado y su olvido de Inti y de la Pachamama, corría hacia la primera apacheta del camino para pedir protección a la Madre Tierra y a depositar su ofrenda de coca y de llicta, últimas porciones que había podido conseguir.

Llegó a la apacheta y, casi sin fuerzas, comenzó a implorar:

Pachamama,
Madre Tierra,
Kusiya… Kusiya…

Lloró y se desesperó ante el altar de la diosa, prometiendo enmendar sus errores y ofreciendo cualquier sacrificio que se le pidiera. Extenuada, sin fuerzas para continuar, se sentó en el suelo, apoyando su cuerpo cansado en el tronco de un árbol que crecía a pocos pasos y cuyas ramas secas parecían retorcerse en el espacio. Su cansancio era tan grande bajó la cabeza y no tardó en quedarse profundamente dormida. En ese momento tuvo sueños felices, Pachamama había reconocido su sincero arrepentimiento, fue así que llenó su alma de esperanza y le dijo: 

«No te desesperes, mujer. El castigo ha dado sus frutos y el pueblo, arrepentido como tú misma de su ocio y desenfreno, retornará a su existencia anterior, que es la justa, la verdadera. La vida renacerá sobre la tierra que volverá a brindar sus frutos y su belleza.
Cuando despiertes, y antes de irte, abre tus brazos y recibe las vainas que ha de regalarte este «Árbol», desde hoy sabrás. Que las coman tus hijos y los hijos de otras madres, que con ellas calmarán su hambre y apagarán su sed. Tu humildad y tu arrepentimiento han hecho posible este milagro que Inti realiza para ti.»

Cuando Urpila despertó, creyó morir, tal era su decepción. El aspecto de la tierra en nada había variado y la visión había desaparecido. Se convenció de que su sueño había sido sólo eso: un sueño. Pero, recapacitando, volvieron a su mente las palabras de la Pachamama y recordó al «Árbol».

Árbol de algarrobo en el noroeste argentino.

Levantó entonces sus ojos hacia las ramas que parecían secas y tal como la diosa lo anunciara, las vainas doradas se ofrecían a su desesperación como una esperanza de vida. Cambió en un instante su estado de ánimo dándole fuerzas extraordinarias. Se levantó ansiosa y cortó los frutos generosos hasta que entre sus brazos no cupieron más. De esta manera corrió hacia el pueblo y dio a conocer la nueva noticia de este Árbol. Todos se lanzaron a buscar las milagrosas vainas color castaño, mientras ella repartía entre sus hijos el tesoro que encerraban sus brazos de madre y que le había concedido la Pachamama.

El pueblo volvió a la vida y veneró desde entonces al «Árbol Sagrado» que fue su salvación y que a partir de ese día les brinda pan y bebida que ellos reciben como un don. Ese árbol venerado es el Algarrobo, que se caracteriza por tener la virtud, además de las nombradas, de ser, en tiempos grandes sequías, el único alimento de los animales.

Leyenda recopilada por Leonor Lorda Perellón.


[i] Apachetas: montículos de piedra colocados de forma icónica unas sobre otras. Ofrenda de pueblos indígenas.

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