Extractos del diálogo platónico Timeo (III): La salud del cuerpo y del alma

Finalizamos, con esta tercera entrega, la serie de artículos dedicados al Timeo. Las presentaciones anteriores pueden ser leídas en los siguientes links:

Este tercer artículo estará centrado en un estudio detallado del cuerpo humano, la parte física y la parte mortal. Timeo dará definiciones al respecto de las sensaciones, la función de los sentidos, de la salud del cuerpo y del alma y de cómo mantenerlas.

Sobre las sensaciones: el placer y el dolor y los sentidos

Continúa hablando Timeo en el diálogo:

Veamos ahora cómo es preciso concebir el placer y el dolor. La impresión contra naturaleza y violenta, si tiene lugar repentinamente y con fuerza, es dolorosa. La impresión, que vuelve las cosas a su estado natural, si tiene también lugar repentinamente y con fuerza, es agradable. La que se produce suavemente y poco a poco, es insensible.

Todos los órganos, cuyas pérdidas y evacuaciones se verifican con lentitud, y que reciben bruscamente partes nuevas y numerosas, insensibles a la salida de los elementos antiguos, sensibles a la salida de los nuevos, no causan ningún dolor al alma mortal, y la procuran grandes placeres. Esto es precisamente lo que sucede con los olores buenos. Los órganos que, por el contrario, se alteran de repente y con fuerza, y que vuelven con dificultad y poco a poco a su primer estado, son el asiento de sensaciones opuestas a las precedentes. Esto es precisamente lo que tiene lugar en las quemaduras y cortaduras del cuerpo.

He ahí por qué es preciso que distingamos dos clases de causas, la una necesaria, la otra divina; y que indaguemos en todas las cosas la causa divina, a fin de obtener una vida dichosa en la medida que permite nuestra naturaleza, pero sin despreciar la causa necesaria por respetos a la otra; debiendo estar persuadidos de que sin ellas jamás seremos capaces de comprender este supremo objeto de nuestros estudios y de nuestros deseos; ni, por consiguiente, de poseerle y de participar de él en cierta manera.

Como dijimos al principio, todas las cosas estaban en desorden, cuando Dios puso en cada una, tomada aparte, y en todas, tomadas en junto, toda la medida y toda la armonía que estaban en su poder, y que la naturaleza de aquellas consentía. Porque antes ninguna de ellas mostraba el menor rastro de este orden, como no fuera por casualidad.

Después se sirvió de todo ello para formar este universo, animal único, que encierra todos los animales mortales é inmortales. Él mismo fue el artífice de los animales divinos; pero respecto a los animales mortales, encargó a sus propios hijos el cuidado de producirlos. Estos dioses siguieron el ejemplo de su padre. Habiendo recibido de sus manos el principio inmortal del alma, construyeron y dieron a esta un cuerpo mortal, como un carro, para conducirla. En este mismo cuerpo colocaron además otra especie de alma, la que es mortal, asiento de las pasiones violentas y fatales; por lo pronto, el placer, el mayor cebo para el mal; después el dolor, que nos aleja del bien; la audacia y el temor, imprudentes consejeros; la cólera, rebelde a la persuasión; la esperanza, que se deja seducir por la sensación irracional y por el amor desenfrenado. De todas estas cosas, mezcladas según las leyes de la necesidad, compusieron la especie mortal.

Las partes del alma y su ubicación en el cuerpo

Por temor de manchar el principio divino más de lo necesario, señalaron al alma mortal una estancia distinta en otra parte del cuerpo, después de haber colocado como un istmo y un límite entre la cabeza y el pecho, el cuello, para separarlos. En el pecho y en lo que se llama tórax sujetaron el género mortal del alma. Pero como en esta alma había todavía una parte mejor y otra peor, dividieron en dos estancias la cavidad del tórax, y pusieron en medio el diafragma a manera de tabique.

La parte del alma, que participa del ardor viril y del valor, dispuesta a atrevidas empresas, la colocaron más cerca de la cabeza, en el intervalo que media entre el diafragma y el cuello, a fin de que, subordinada a la razón y de acuerdo con ella, comprimiese mediante la fuerza los deseos violentos, cuando no se sometían espontáneamente a las órdenes que la razón les envía de lo alto de su cindadela. El corazón, nudo de las venas y origen de la sangre que se derrama desde allí con fuerza por todos los miembros, fue colocado en la estancia de estos satélites de la razón.

 A fin de que, siempre que el alma belicosa se irrite, advertida por la razón de que se va a realizar alguna acción injusta bajo la influencia de las excitaciones exteriores o de las pasiones de dentro, el corazón trasmita sobre la marcha, por todos los canales y a todas las partes del cuerpo, los consejos y las amenazas de la razón.

Con respecto a la parte del alma, que desea los alimentos y las bebidas, cosas todas que constituyen una necesidad, atendida la naturaleza del cuerpo, los dioses la colocaron en la región que se extiende desde el diafragma hasta el ombligo. Construyeron en todo este espacio como una despensa, donde el cuerpo pudiese encontrar su alimento. Vieron que no estaba en su naturaleza el comprender la razón de las cosas; que si llegaba a experimentar alguna sensación, no se molestaría en indagar las causas; que día y noche se dejaría seducir por imágenes y fantasmas, y entonces, con la idea de prestarle auxilio, los dioses formaron el hígado, y lo colocaron en su misma estancia. Le hicieron denso, liso, brillante, suave, y le dieron al mismo tiempo amargor, a fin de que el poder del pensamiento, al salir dé la inteligencia, fuese a reflejar sobre su superficie.

De este modo, los autores de nuestro ser, teniendo en cuenta las órdenes de su padre, que mandó dar a la raza mortal toda la perfección posible, organizaron de un modo excelente hasta la parte inferior de nuestra naturaleza; y para que pudiese al menos vislumbrar la verdad, le dieron la adivinación. Es evidente que la adivinación no es más que un modo de suplir la imperfección intelectual del hombre. En efecto, nadie en el pleno ejercicio de la razón, ha llegado nunca a una adivinación inspirada y verdadera, porque para esto es preciso que el pensamiento esté entorpecido por el sueño, o extraviado por la enfermedad o por el entusiasmo.

Sobre los huesos, la carne y las demás cosas de esta naturaleza, he aquí lo que debemos decir. Todas tienen su principio en la formación de la médula. Por estar ligados a la médula, es por lo que los lazos de la vida, mediante los cuales el alma está unida al cuerpo, son como las raíces de la especie mortal.

En fin, cuando relajados por la fatiga los lazos que mantienen unidos los triángulos de la médula, no pueden resistir más, abandonan a su vez los lazos del alma. Libre y restituida a su primitiva naturaleza, el alma vuela entonces llena de gozo; porque todo lo que es contra la naturaleza, es doloroso; y todo lo que es natural, agradable. Por esta razón la muerte, resultado de las enfermedades y de las heridas, es dolorosa y violenta; pero la que sobreviene a la vejez, al término marcado por la naturaleza, es la más dulce de todas las muertes y va más bien acompañada de placer que de pena.

Mosaico de Pompeya del Siglo I que representa a La Academia de Platón

Enfermedades del cuerpo y enfermedades del alma

De dónde provienen las enfermedades, es cosa que cualquiera puede ver claramente. En efecto, estando formado el cuerpo de cuatro géneros de sustancias, la tierra, el fuego, el agua y el aire; su exceso, su falta, su trasposición del punto que les es propio a otro distinto, las trasformaciones inconvenientes, puesto que el fuego y los otros géneros comprenden muchas especies, y otros mil accidentes semejantes.

Cada uno de estos cuerpos (elementales) se encuentra, en efecto, modificado en contra de su naturaleza; de frio se hace caliente; de seco, húmedo; de pesado, ligero; y experimentan otros mil cambios. Sólo se mantiene sano y salvo el que se junta a su semejante, o se separa de él uniforme, idéntica y proporcionalmente.

Lo que no se conforma s estas reglas, que va y viene sin orden, causa toda clase de alteraciones, enfermedades y males sin cuento.

Por lo pronto reconoceremos, que la enfermedad del alma consiste en general en la falta de inteligencia. Esta falta de inteligencia tiene dos modos, que son la locura y la ignorancia. Siempre que se experimente cualquiera de estas dos afecciones, se tiene una enfermedad.

Por esta razón los placeres y los sentimientos profundos deben ser considerados como las mayores enfermedades del alma.

Porque en el exceso de la alegría y de la pena, el hombre, al apurarse para conseguir tal o cual objeto, ya no es capaz, ni de ver, ni de entender bien; y a la manera de un furioso, para nada se vale de la razón. Aquel, cuya médula engendra una esperma abundante é impetuosa, semejante a un árbol cargado de fruto, experimenta grandes dolores y grandes placeres en las pasiones y sus resultados; pasa, como un insensato, la mayor parte de su vida en medio de estos placeres y de estas penas; su alma sufre, arrastrada lejos de la sana razón por el cuerpo; y es mirado indebidamente como un malvado, cuando se le debe mirar como un enfermo.

Los dolores, que atormentan al cuerpo, pueden causar igualmente en el alma los más grandes desórdenes. Dirigiéndose a los tres departamentos del alma, según en el que fijan su residencia, provocan en nosotros mil tristezas y mil disgustos, la audacia y la cobardía, y también el olvido y la dificultad de aprender.

Además de esto, cuando los vicios de temperamento son reforzados por malas instituciones, por discursos pronunciados en público y en particular, y las doctrinas enseñadas a la juventud no ponen ningún remedio a estos males, los malos se hacen más malos por la sola influencia de estas dos causas, sin que entre en ello para nada su voluntad. Los culpables son menos los hijos que los padres, menos los discípulos que los maestros. Cada cual debe hacer cuanto pueda por medio de la educación, de las costumbres y del estudio, para huir del mal y buscar el bien.

Como conservar en buen estado el cuerpo y el alma.

Al bien acompaña siempre lo bello, y a lo bello la armonía; de donde se infiere, que un animal no puede ser bueno sino mediante la armonía. Pero no somos sensibles a la armonía, ni la tenemos en cuenta sino en las cosas pequeñas; en las grandes, en las más importantes, las despreciamos enteramente.

En efecto; lo mismo respecto a la salud y a la enfermedad, que respecto a la virtud y al vicio, todo depende de la armonía del alma y del cuerpo o de su oposición.

Sin embargo, no nos curamos de esto, y no tenemos en cuenta que, si una alma grande y poderosa es conducida por un cuerpo débil y miserable, o si se verifica lo contrario, el animal todo carece de belleza, porque le falta la primera de las armonías; en el caso contrario, es para el que lo ve el espectáculo más bello y agradable.

Si el alma, más poderosa que el cuerpo, se irrita al verse allí encerrada, le agita interiormente y le llena de enfermedades. Si se consagra con ardor a adquirir conocimientos y a hacer indagaciones, entonces le consume.

Si, por el contrario, el cuerpo, por demasiado desenvuelto, supera al alma, animada por un pensamiento flaco y débil, como que en la naturaleza humana hay dos pasiones, la del cuerpo por los alimentos y la de la parte más divina de nuestro ser por la sabiduría. Y triunfando del alma, hace a esta estúpida, incapaz de aprender y de acordarse, y engendra finalmente la peor de las enfermedades, la ignorancia.

No hay más que un remedio para los males de estos dos principios: no ejercitar el alma sin el cuerpo, ni el cuerpo sin el alma, a fin de que, defendiéndose el uno contra el otro, conserven el equilibrio y la salud. El que se aplica a la ciencia o a cualquiera otro trabajo intelectual, debe tener cuidado de procurar al cuerpo movimientos convenientes y dedicarse a la gimnasia; y el que se preocupa demasiado de su cuerpo, debe igualmente proporcionar a su alma movimientos convenientes, acudiendo a la música y a la filosofía; y sólo así merecerá que se le llame a la vez bueno y bello.

Hemos dicho y repetido que existen en nosotros tres almas, que habitan lugares diferentes y que tienen movimientos propios. Añadamos ahora en pocas palabras, que la que entre ellas permanece en la inacción y no se mueve como debe hacerlo, se hace necesariamente la más débil; y la que se ejercita, la más fuerte. Es preciso, pues, vigilar para que se muevan con armonía las unas en relación con las otras. En cuanto a la más perfecta de las tres almas, tenemos que decirnos a nosotros mismos, que Dios nos la ha dado como un genio, porque ocupa la cumbre del cuerpo, y, merced a su parentesco con el cielo, nos eleva por cima de la tierra, como plantas que nada tienen de terrestres, y que pertenecen al cielo.

El que aplica su espíritu al estudio de la ciencia y a la indagación de la verdad, y dirige a este objeto todos sus esfuerzos, necesariamente no tendrá sino pensamientos inmortales y divinos. Si llega al término de sus deseos, participará de la inmortalidad en la medida permitida a la naturaleza humana; y como consagra todos sus cuidados a la parte divina de sí propio, y honra el genio que reside en su seno, llegará al colmo de la felicidad.

Los movimientos, que cuadran con nuestra parte divina, son los pensamientos y las revoluciones del universo. Es preciso que cada uno de nosotros se comprometa a seguir estas revoluciones. Los movimientos, que se realizan en nuestra cabeza, han sido turbados desde el instante del nacimiento; es preciso que cada uno de nosotros los rectifique, aplicando su espíritu al estudio de las armonías y de las revoluciones del universo.

Contemplándolas se hará semejante a los objetos que contempla, según el orden primitivo, y alcanzará toda la perfección de esta vida excelente, que los dioses han concedido a los hombres para el presente y para el porvenir.

Mariano Suarez

Estatua de Asclepio, Glypotek, Copenhague. «Dios de la Medicina».

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