«Los caminos son caminos
En la tierra y nada más.
Las leguas desaparecen,
Si el alma empieza a aletear.»
Atahualpa Yupanqui
Es común en las distintas culturas que poblaron la Tierra, en distintos momentos históricos, considerar que el ser humano en su constitución, tiene una doble naturaleza. Por un lado, estaría constituido por una parte material, dividida desde su origen; por el otro, también presentaría un principio divino, indivisible por esencia. Los seres humanos seríamos la síntesis de los reinos mineral, vegetal y animal, pero no sólo eso, sino que también tendríamos un espíritu que debíamos alcanzar concientemente.
Así podríamos verlo representado en la mitología griega, por ejemplo, en los héroes, -modelos arquetípicos de seres humanos-. Estos personajes eran hijos de dioses y de humanos. Como Heracles, hijo de Zeus y de la mortal Alcmena. Por esta doble naturaleza, mujeres y hombres tendríamos algo que perece con el tiempo y algo que trasciende a los ciclos de vida y muerte. El ser humano sería el vínculo entre la materia y el espíritu.
Tomando como base las palabras de J. M. Faramiñán, en una conferencia titulada «¿Qué es el alma?», si se acepta que el ser humano participa de algo que lo trasciende, y tiene un espíritu que lo pone en contacto con esto, el alma es el elemento intermedio que permite que ese Ser entre en la materia y tome conciencia de ella. Sería un elemento plástico que puede estar dirigido hacia lo espiritual o hacia lo animal; como el espíritu es incompatible con la materia, necesita un puente que los comunique. El alma participa en lo inmortal que hay en todas las cosas y supone un tránsito del espíritu que desciende a la materia en busca de algo, que probablemente sea la conciencia.
Plotino nos contaría que estos dos extremos opuestos incompatibles entre sí, están unificados por el alma y esta proviene del Alma del Mundo. Así, el alma tendría su raíz en lo esencial, en aquello que no admite fragmentación alguna y, a medida que se acerca al mundo sensible, es que comienza a dividirse. Tanto se fragmenta que penetra en los intersticios más pequeños, en las fibras más profundas de la materia.
En la constitución del ser humano, el alma brinda la posibilidad de conectar el «cielo», nuestra parte divina, con la «tierra» o nuestra parte animal. Quizás por esta capacidad de elevarse, universalmente se la simbolizó como a un ser alado.
En el artículo «Simbolismo de… las alas», se menciona que, para los hindúes, las alas representaban la liberación de la materia fruto de la contemplación, relacionándolas también con la inteligencia. En Egipto, reunidas la serpiente Butho y el buitre Nekhebet, símbolos del bajo y el alto Egipto respectivamente, darán nacimiento a una serpiente alada, representando la unión del cielo y la tierra; el trabajo realizado en la Tierra, que le permite volar hacia un mundo superior (esto nos recuerda también al escarabajo egipcio que, tras irse arrastrando por la tierra, al final de su vida despliega sus alas para dirigirse al Sol).
Francisco Duque Videla, en un artículo titulado «La teoría del alma de Platón», menciona que este filósofo griego, en su diálogo Fedro, en relación a su alegoría del carro alado, explica el crecimiento de las alas del alma, a través de la percepción de la belleza física y de la consecuente recolección de la belleza misma, la forma vista en una visión supra celestial (Hiperuranos). Platón representaba también al alma con una mariposa; incluso existen algunas representaciones de este filósofo con alas al costado de su cabeza. Así como la mariposa debía ser oruga en su primer momento de vida, luego debía recluirse para poder finalmente alzarse en vuelo, a las mujeres y a los hombres les correspondía un destino semejante.




Representación de Platón reflexionando (arriba). Representaciones de Platón con alas de mariposa del siglo XVIII (abajo)
Para los griegos antiguos, el ser humano estaba conformado por soma o un cuerpo físico, nous o un plano mental en contacto con lo trascendente, y estos dos aspectos inconciliables entre sí, estaban unificados por la psyché o el alma. Así también es posible ver en la obra de Apuleyo, quien en el siglo II escribiera el “Mito de Psyché”, la personificación del alma y su encuentro con Eros, dios del amor, encargado de mantener unidas aquellas cosas que desde un principio estaban separadas. Es destacable que representaciones anteriores y posteriores de psyché en distintas expresiones artísticas, fueron realizadas como una mujer alada.

Las culturas americanas simbolizaban al alma con el colibrí, pequeña ave capaz de moverse en todas las direcciones del espacio, pudiendo acercarse al suelo y elevarse de camino al Sol para volver finalmente al lugar de donde había partido. Pero, las almas humanas que lograban conquistar su personalidad, disfraz con el que salían a la vida y aprendían a vivir como individuos, al dejar que fuera el espíritu el que estuviera detrás de la máscara y los ropajes, eran consideradas almas heroicas y se las simbolizaba con el águila. Famosos fueron los guerreros águila en estas culturas, quienes encarnaban a esta ave admirada por su capacidad de volar a gran altura observando todo el panorama, pero con la habilidad de concentrarse en puntos particulares. El cóndor en los incas tenía semejanza con esta idea, por ser las aves las que volaran más cerca del Sol y las primeras en ver el amanecer.


Imagen de colibrí extrayendo néctar de una flor (izquierda) y guerrero águila (derecha)
En toda América, célebre es la representación de la serpiente emplumada, semejante a la que unificaría Egipto, llamada Quetzalcóatl en América Central. Este dios humano que logrando superar la materia alcanzaba contacto con lo eterno, dejando vivir en sí al espíritu, era modelo de vida para las culturas pre hispánicas. En Norteamérica, que los caciques y chamanes tuvieran sus cuerpos rodeados de plumas que surgían desde sus cabezas; esa era una manifestación de la misma idea.

Por último, uno de los símbolos más profundos y ancestrales con el que el ser humano tomó contacto, es el de la esfinge. Helena Blavatsky mencionaba que todos los egiptólogos están de acuerdo en declarar la esfinge y su templo como los más antiguos monumentos religiosos del mundo, o por lo menos, de Egipto. Utilizada por griegos antiguos también, este animal mitológico tenía cabeza de mujer, cuerpo de toro, garras de león, una cola armada con un dardo agudo y alas de águila. Quizás, así como complejos de desentrañar eran sus enigmas, así también sea la acotada posibilidad de hablar sobre lo trascendente a través de las palabras. Pero en el proceso de la evolución humana -que probablemente represente este antiguo símbolo-, superada la etapa animal y alcanzada la humana, el proceso evolutivo continuaba al desplegar las alas.

Pareciera ser que el alma es lo que nos hace eminentemente humanos y la apreciamos o «conocemos» a través de la sensibilidad. La sensibilidad marca el nivel de conexión entre lo «interior» y lo «exterior» (Julian Scott en su artículo «¿Qué es el alma?»). Quizás por eso cuando ardemos de entusiasmo elevamos los brazos abiertos hacia el cielo, y nos abrazamos cuando el amor que fluye por nuestros cuerpos, como rememorando ese movimiento olvidado que nos permita remontar el vuelo para regresar al lugar de donde provenimos.
El alma, aquella constituyente del ser humano que brinda la posibilidad de elevarse desde la materia para alcanzar el espíritu, es el elemento enlazador de mundos separados, y es el amor, característica que se le atribuye y de la cual no puede despojarse si quiere vivir, lo que lleva a unificar los extremos, a superar las dualidades, a mirar en lo profundo. Es el amor lo que nos unifica y hace parte de la humanidad.
Así el alma o las alas humanas permiten hacer pie en la creación y despegar hacia la esencia, superando el egoísmo, los temores y los dolores para remontar el vuelo, surcando los cielos, hacia una vida más allá del tiempo y el espacio, triunfando sobre nosotros mismos (no debe ser casual que la Victoria de Samotracia también tenga alas y además no tenga rostro).
Franco P. Soffietti
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